Fecha original: miércoles, 15 de septiembre de 2010
Siempre que alzamos la vista para encontrar algo que nos ayude a proseguir en nuestro arduo camino hacia la felicidad, acabamos por apreciar la verdadera diferencia entre los que sólo pasan cerca de nuestra senda y los que nos apoyan, ofreciéndonos un ligero bocado de lo que conforma sus vidas y las nuestras al mismo tiempo.
Pero aterrados por la inusual sensación de soledad cuando ese apoyo no es suficiente, o en el peor de los casos, inexistente, acabamos por forjar una dura coraza que nos protege de la fría naturaleza de los seres que habitan a nuestro alrededor pero que no son verdaderos partícipes de nuestras vidas.
Resulta en un ciclo sucesivo de interés desaprensivo que refuerza aún más, si cabe, el caparazón de nuestra alma, cobijada en un rincón con el escaso amor propio que nos pueda quedar. De este modo fomentamos una desafortunada realidad donde la desconfianza, la inexistencia de actos desinteresados y la repulsión por actos de carácter social, terminan degradando nuestra calidad de vida.
¿Y cómo medimos la calidad de vida cuando la mayoría de las personas que nos rodean no pretenden otra cosa si no, hallar su propio estímulo para encontrar la felicidad?
A veces, y sólo a veces, aparecen ciertas personas que de un modo u otro logran establecer una conexión especial con nuestra psique de tal forma que ésta se vuelve un elemento común. Entonces al realimentar este vínculo comprobamos que esta aportación produce algo más que una simple conexión recíproca. Nos induce a tener sensaciones y pensamientos que otro modo serían imposibles, ideas que favorecen nuestros propios estímulos y en definitiva los de estas personas.
¿Por qué quedarnos a medio gas con una vida carente de estas sensaciones? ¿Por qué no intentar alimentar nuestros sueños y esperanzas con estos vínculos especiales? ¿Por qué no preservar esas ideas compartidas que dotan a nuestras vidas de un valor incuantificable?
Nunca dejéis de luchar por él. Alimentad vuestro amor.
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